El buque zarpó de Génova el 2 de
agosto con destino a Argentina y escalas oficiales previstas en Barcelona y
Cádiz. Al día siguiente atracó en la Ciudad Condal, donde incorporó
alrededor de 90 viajeros, y siguió viaje con sus 120 tripulantes y 731
pasajeros, de los que 661 se hacinaban en tercera clase, la mayor parte
de ellos emigrantes sin recursos que viajaban con sus familias en busca
de una vida más desahogada.
Estos
números constituyen la cuenta
oficial del barco de aquella desdichada navegación, por desgracia la
cantidad real de pasajeros debió de ser sensiblemente mayor, si tenemos
en cuenta la costumbre muy extendida en la época de embarcar pasaje de
forma ilegal a costa de sobornos a las autoridades en puerto, marineros,
oficiales e incluso a los capitanes. Hoy sabemos que después de tocar
en Barcelona, el Sirio fondeó frente a Alcira y que tenía previsto
embarcar más emigrantes en Águilas, Almería y Málaga. En el
momento de su hundimiento es probable que hubiera el doble de la
cantidad de pasajeros declarada por el capitán Giuseppe Picone, un viejo
lobo de mar con más de 46 años de servicio a sus espaldas.
La travesía resultaba prohibitiva para la economía de la mayoría de
emigrantes que, irónicamente y para tratar de huir de la pobreza,
debían invertir en un billete los ahorros de toda una vida. Pero había
otro recurso: bastaba el pago de una pequeña cantidad al capitán para ser admitido a bordo,
un engaño en cualquier caso, pues ese pequeño dispendio ponía en marcha
otros, como el pago a los remeros que los recogían en la playa, a los
cocineros por un bocado o a los marineros por un saco de paja para
dormir en la bodega rodeados de ratas. En el puente de gobierno, el
capitán Picone hacía la vista gorda mientras calculaba el rumbo a la
siguiente playa donde pudiera encontrar cualquier infeliz desesperado
con un poco de dinero en los bolsillos. Ciertamente, nos permitimos
añadir que la historia se sigue repitiendo a día de hoy pero
contracorriente.
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Buque Sirio en el puerto de Génova |
EL
NAUFRAGIO
El tiempo soleado y la
mar tranquila invitaban a los pasajeros a una apacible tarde de sábado en cubierta;
sin embargo, mientras la mayoría descansaba tras la comida, el
barco dio una sacudida tremenda y quedó varado sobre unas rocas. Al
ruido ensordecedor de las planchas de la quilla al abrirse siguió el del
agua penetrando violentamente a bordo.
Y
es que apenas
pasadas las 16.00 horas del 4 de agosto, comenzó todo. A unas pocas
millas de Cartagena,
el "Sirio" navegaba próximo a las costas del siempre díficil Cabo de
Palos. Lo hacía con una
trayectoria peligrosamente cercana a ellas. Algo osado incluso para un
experto marinero como el capitán del buque. Pero un mar calmo y sin
viento tentaron a la osadía de los gobernantes del Sirio.
Según relata "Caras y Caretas",
"El sol
iba declinando y la refracción en las aguas impedía distinguir la isla de las
Hormigas, punto de orientación más inmediato".
Según otro relato, en el puente el oficial de guardia observó con sus
prismáticos que las islas aparecían a proa, ligeramente por estribor y a algo
menos de una milla. Esperaba impaciente la llegada del capitán Piccone. Avisó
que estaban llegando al punto de recalada, cuando a menos de 1.500 metros
de la costa se produjo la catástrofe. En aquellos momentos el "Sirio" navegaba a
15 nudos, unos 28 km. por hora, según algunos autores, a 17 nudos según otros.
"Il quattro agosto, alle cinque di sera / nessun sapeva il suo
triste destin / Urto' il Sirio un terribile scoglio / di tanta gente la misera
fin...".
Se
escuchó un estruendo ensordecedor
"y una
espantosa sacudida..."
ocasionados por las planchas del fondo que se destrozaban contra la cima del
Bajo de Fuera, un pináculo submarino de 200 metros de largo que asciende desde
los 70 metros de profundidad hasta sólo 3 de la superficie, invisible y mortal
obstáculo donde el barco quedó asentado. Aplastados por la masa de agua que
ingresaba con enorme fuerza y rapidez, en la sala de máquinas los tripulantes no
tuvieron ninguna oportunidad.
Columnas de vapor de agua impulsadas a gran presión comenzaron a surgir por
grietas que se abrían en la cubierta de popa, que se hundía poco a poco y donde
viajaban los pasajeros de 1a clase.
Pocos momentos transcurrieron hasta el instante en que estallaron las calderas,
sembrando la muerte y destrozando las cubiertas ubicadas sobre ellas. El navío
se elevó de popa para luego caer -una especie de sube y baja sobre el
escollo-, hundiéndose por completo ese extremo en 15 minutos, en tanto que desde
mitad del casco hacia proa emergía de las aguas, con una escora hacia estribor
de unos 35°.
Tras el impacto, muchos se vieron arrojados al suelo sin tener conciencia de lo
sucedido. Algunos gritos comenzaron a romper el silencio que siguió al brutal
choque.
En apenas diez
minutos la popa quedó completamente sumergida y empezó a tirar del resto
del barco hacia el fondo; aprovechando la confusión, el capitán Picone agarró la caja fuerte y embarcó en un bote con los oficiales, abandonando al pasaje a su suerte.
El pánico se hizo dueño del barco, los pasajeros no habían sido
adiestrados para ese tipo de emergencias y sin nadie que los guiara
corrían como locos por el barco entre gritos, llantos y maldiciones. Se
vivieron algunas escenas de heroísmo, aunque para desgracia de muchos se
impuso la parte más sórdida del género humano y los más débiles, incluyendo mujeres y niños, fueron desposeídos de sus salvavidas a la fuerza.
Desde
la playa muchos veraneantes fueron testigos improvisados del naufragio,
que tuvo lugar a escasas tres millas de la costa. De manera espontánea
se organizaron para auxiliar a los náufragos que trataban de llegar a
tierra agarrados a cualquier objeto que flotara. Cuando la noticia llegó
a la vecina Cartagena, una docena de lanchas de pesca salió en auxilio
de las víctimas. Entre los pescadores y el farero de la isla consiguieron salvar a más de 600 personas.
Lamentablemente y mientras el barco permaneció en sondas accesibles,
otros se dedicaron al pillaje y al bochornoso saqueo de los equipajes.
Cuando al fin pudo organizarse el rescate la mayor parte de los objetos
de valor había desaparecido.
Cartagena dio todo el apoyo preciso a los
náufragos a base de donativos, comida y ropa. Desde el primer momento
la ciudad fue testigo de escenas de intensa emoción cuando los
supervivientes se encontraban con sus familiares o conocían la fatal
noticia de la muerte de un ser querido. Un joven contaba emocionado como
había salvado la vida gracias al obispo de Sao Paulo, que le había dado
la bendición antes de entregarle su chaleco salvavidas. El cuerpo de
este religioso apareció un mes más tarde en las playas de Argelia. Una
anciana que había acudido al muelle de Barcelona a despedir a su
familia se suicidó al saber que todos habían muerto ahogados.
En
el juicio que siguió al hundimiento el capitán Picone atribuyó la
desviación del rumbo a las corrientes y a la alteración de la brújula
como consecuencia de las minas de hierro en tierra. Explotaciones que
estaban localizadas en la bahía de Portman donde el capitán tenía
prevista otra parada para recoger más tripulación. Sin embargo las
autoridades italianas encargadas de las investigaciones del siniestro
concluyeron
que, desde hace bastantes viajes, los tripulantes del Sirio venían
lucrándose con
el embarque clandestino de emigrantes. La temeraria desviación que
terminó por encallarlo y hundirlo se debió al intento de
recuperar el tiempo perdido en el fondeo de Alcira y a la búsqueda de
alguna playa de la Región de Murcia, próxima al lugar de la catástrofe, en la que hacer más
lucrativo el "negocio"
del capitán.